Todo es uno, 1 reflejándose como 2, 3… 7′9 billones.
1 que se refleja y parece 2 (1,1).
1 que se refleja y parece 3 (1,1,1).
Pero siempre es 1, sustancia única, que aparece múltiple ante sí misma, pareciendo ser todo en la nada.
La nada. Vacuidad, quietud, en completo silencio. Vastedad infinita. Eternidad sin tiempo. Un vacío pleno al mismo tiempo. Completo y perfecto en sí mismo. 0.
Permíteme recrear para ti a uno en la nada. Imaginemos ser 1 en 0. Para ello, pensemos que estás tú sólo en un espacio totalmente vacío, permaneciendo inmóvil y en silencio. Imagina ser ese espacio único y sentirlo tuyo interior y exteriormente (igual que sientes tu cuerpo). Ahora, llénalo con un fluido o flujo vivo, rebosante de vida potencial, que vibra con la pulsión de vivir e irradia un brillo luminoso que ilumina todo el espacio. Figúrate que ese fluido de vitalidad desbordante, vibrante y luminosa, explota en ti y sale disparado en todas direcciones, con el impulso de expresarse como todas las formas posibles de vida y expandirse… hasta tropezar contra eso que tú eres y acabar rebotando en ti, de vuelta al origen ¡Eres como un yo-yó evolutivo!
Tu verdadera identidad es divina, viviendo un «big-bang» de ida y vuelta, desde y hacia el único principio-fin creador de todo cuanto ves, incluida tu identidad personal de individuo, surgiendo en la nada y apareciendo ante sí como su divina creación, despliegue vital a su imagen (no hay nada más a lo que parecerse) y accionado por su amor propio (no hay nada más que amar). El creador viviendo su creación. Creador y creación, ambos es 1. Tú eres 1. Olvídate del «somos», no hay nadie más, ni existe nada más. Todo es uno, en nada. Todo es 1, en 0. Infinito y eterno, fingiendo ¡no ser 1! dentro del 0. Para hacerlo, te vales de todo lo manifestado, identificándote con lo creado, fingiendo también ser tu identidad personal y olvidando que eres tú. Así pareces 2, 3 o 7′9 billones de identidades personales. Pero sólo son reflejos de 1, tu propio brillo creando millones de reflejos de ti.
«Somos» la única sustancia creadora de la vida, escondida de sí misma mientras se identifica con su creación viviente, olvidando que es simultáneamente el creador y lo creado, mientras se oculta en lo único que hay.
La tendencia evolutiva de la divinidad creadora es recordarse, redescubrirse en lo creado, reconocerse en su reflejo y aceptarse en la forma, prosiguiendo así su evolución o el despliegue de sí misma, ante sí.
Creerse personas o descubrir lo que somos, en medio de esta divina tragicomedia. En el fondo, «todos» lo sabemos y negarse a reconocerlo tiene sus divinas razones.